Por Víctor Domingo Silva
¡Rueda, rueda, turbio río!
En la alta noche serena,
tu largo rezongo suena
como un gran cuerno vacío.
Con lívido escalofrío,
tiemblan ajenas siluetas
bajo tus aguas inquietas,
por sobre cuyo zig-zag,
la luna, como un carcaj,
desparrama sus saetas.
Te miro y te oigo. Tus vagos
monólogos sin palabras,
me hablan de historias macabras
y de espantosos estragos.
Ya sé que te son aciagos
los días, que tu linfa ciega
perpetuamente navega
hacia el perdido miraje
de un río, hozando el paisaje
y alborotando la vega.
Hacia los días lejanos
en que eras libre, y solías
correr con ansias bravías
desde la selva a los llanos;
en que los robles ancianos
te daban sus cabelleras,
y por sobre tus riberas,
las tribus de hombres desnudos
ataban, con recios nudos,
sus lanzas a sus banderas.
Tú sueñas con el tesoro
de tus días primitivos;
con tus bárbaros esquivos
y con tus arenas de oro.
¡Nunca tu caudal sonoro
empujó las aguas sordas
que hoy entre charcas desbordas,
sino la balsa de boqui
en que solía algún toqui
ir a arengar a sus hordas!
sueñas con los hombres fieros
que fundaron la ciudad:
esos que eran por mitad
bandidos y caballeros.
Trágicos aventureros
que, encima del arcabuz
la espada, formaron cruz:
fanatismo sobrehumano,
mitad rigor castellano,
mitad genio andaluz.
Y recuerdas los sangrientos
combates, las iras bravas,
los heridos que arrastrabas,
los alertas, los lamentos
y los gritos turbulentos;
las testas fuera del tronco,
los golpes de hacha, y el bronco
retumbar de las cureñas
entre las huestes zahareñas
del viejo Michimalonco.
Como en fantasmagoría,
ves las proezas que hizo
Lautaro, el caballerizo,
contra sus amos un día.
Sombras de melancolía
pasan sobre tu alma inquieta,
y aun tu lenguaje interpreta
los portentos que escuchabas
en las soberbias octavas
de don Alonso, el poeta.
Y la Colonia vetusta:
el caserón solitario
el ¡talán! del campanario
en la Catedral augusta...
una calesa de rueda
en mitad de la vereda;
el corregidor, la niña
de blanca toca y basquiña
y el lento golpe de queda.
Nunca, ¡oh, río! en tus obscuros
días de vida salvaje,
ansiaras el vasallaje
de pretiles y de muros.
¡Son hoy tus días bien duros!
Estás como emparedado
sobre tu cauce empedrado,
y gritas, y te querellas,
y aullas a las estrellas,
como un perro encadenado...
En: Guzmán, Mnauel. Tercer libro de lectura. Editorial Minerva, 1924.
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