Por Raúl Silva Castro
La historia de la literatura es muerte y resurrección. Llena está de nombres que comenzaron a vivir la vida del arte sólo una vez que sus poseedores abandonaron el mundo, y de otros, halagados un día por la fama más estentorea, sobre los cuales sólo la linterna del investigador proyecta de cuando en cuando una luz esquiva y de soslayo. Y llena está, sobre todo, de poetas a los cuales sus contemporáneos quisieron y admiraron, pero no tanto como habría de admirarlos la posteridad.
Don Julio Vicuña Cifuentes, el poeta chileno, pertenece al primero de estos últimos. Su obra es breve -por lo menos en el terreno poético-, pero de excelente calidad. Los hombres que le vieron producir le aplaudieron, sin duda, y para su obra mostraron una acogida placentera, cuando no entusiasta. Bastó que muriera, empero, para que comenzaran a revelársenos algunos caracteres ocultos yo no suficientemente estimados de sus versos. Hoy, al cabo de pocos años de su fallecimiento, le admiramos con encendido entusiasmo y no vacilamos en ponerle como uno de los líricos chilenos más representativos de todos los tiempos.
Personalmente, Vicuña Cifuentes no tuvo escuela, y si en alguna pudieran inscribirse sus principios políticos, no cabe dudar de que ella seria mas bien la edad clásica que la moderna. Latinista de mérito, admirador de Virgilio y de Horacio, en su expresión más de una vez tropezaremos con reminiscencias latinas. Pero hay modernidad también en sus poesías, y en algunas es visible la huella de Rubén Dario porto mas elevado y fino que produjo el gran nicaragüense. En todo caso, no anticipemos: lo mejor de su espíritu habrá de resurgir en estas breves páginas, y el lector ya verá que no era tan sencillo como para resumirlo en una difícil fórmula, ni su escuela tan precisa como para que la englobe un misero cartabón de historia literaria.
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Don Julio Vicuña Cifuentes nació en La Serena, Chile, el dia 1° de marzo de 1865. Hijo de don Benjamín Vicuña Solar, poeta también, desde muy joven hubo de asimilar ejemplos de cultura y de amor a las letras en el seno mismo de su casa. Las lecciones de la escuela los robustecieron: fue alumno del Seminario Conciliar de su ciudad natal, y allí perfecciono el conocimiento del latín, y más tarde cursó las humanidades superiores en el Liceo de La Serena. A los diecisiete años de edad le vemos figurar entre los alumnos del Liceo que representaron, en homenaje al Presidente de la Republica, el "Don Francisco de Quevedo" de Eulogio Florentino Sanz. A los diecinueve llegaba a Santiago, la capital, que entonces a un joven provinciano debía parecerle muy agitada metrópoli. En Santiago inició los estudios de Leyes, pero no les dio cima: si algunos de sus versos no nos engañan demasiado -y creemos que en ellos tradujo el poeta remembranzas de los días de la juventud-, fueron aquellas horas de Santiago las de una iniciación en la bohemia, que parecía a la sazón inseparable de la vida literaria.
En 1889, un cronista, que seguramente era amigo del poeta, afirmaba que éste era autor ya de veinte mil versos y de una edición de la Poética de Martinez de la Rosa, que habría contenido comentarios sobre Horacio y Boileau. Este libro no ha llegado hasta nosotros, y de aquellos versos, muy pocos, ninguno tal vez, han sobrevivido. Las composiciones que se escalonan en esta antología son frutos inequívocos de la edad madura. Vicuña Cifuentes, en efecto, hizo un día un auto de fe de sus versos y dejó sobrevivientes sólo aquellos que le parecieron dignos del libro. A este severo acto de auto critica se refieren los esbeltos y delicados alejandrinos del "Introito", en donde se logra una completa definición de su arte y de su vida:
... y henchí el pequeño troje con la simiente escasa
que por su malla tosca dejó pasar la criba.
El señor Vicuña Cifuentes se anticipó con aquel escrutinio al juicio de la posteridad, que de mil versos recuerda uno y que en la abundancia tropical de Lope de Vega todavía indaga afanosamente qué deberá preferir.
Dejamos al autor en Santiago iniciando los estudios de Leyes, y agregamos que no los habia terminado. En 1887, cuando Rubén Darío estaba en Chile, asiste entre varios centenares de concursantes al Certamen Varela y logra ver que el jurado señala, aunque no premia, un conjunto de sus composiciones imitadas de Becquer y por ello les da colocación en la publicación oficial del famoso Certamen. El poeta ha recibido el espaldarazo que esperaba, y desde entonces vive ligado hasta la muerte a la vida literaria santiaguina.
De su amor potr Horacio y por Fedro, entre otros poetas de la antigüedad clásica, hay testimonios suficientes en La Revista Cómica, en donde, a lo largo de cuatro años, casi cada número publica por lo menos un poemita de Vicuña. A las traducciones de aquellos dos poetas se mezclan versos desprendidos de un Libro viejo que jamás, pasó a la imprenta. También le interesan las literaturas modernas, y ya se inspira en Ercilla para escribir el cuadro trágico "La muerte de Lautaro" (1898), ya traduce las Poesías americanas del brasileño Gonçalves Días (1903). Le atrae también el profesorado, y pasa a ser catedrático de lengua y literatura castellana en uno de los liceos de Santiago, como preparación para deberes más altos en el Instituto Pedagógico.
Mientras tanto, en su obra lírica se abre un largo paréntesis. Edita La Aurora de Chile (1903) como paleógrafo, y estudia los orígenes de la imprenta chilena. Con el libro Coa (escrito en 1903, pero publicado en 1910) inicia los trabajos de folklore, en los cuales se le deben aportaciones decisivas y sin duda trascendentales. Con diferencia de pocos años publica los Mitos y supersticiones y los Romances populares y vulgares, con lo cual da pruebas no sólo de laboriosidad insigne sino de ilustrado criterio, como han acreditado don Aurelio M. Espinosa en los Estados Unidos y don Ramón Menendez Pidal en España, entre muchos otros que han comentado esas obras en medio de justos elogios.
Y el paréntesis termina cuando aparece en las librerias el fresco y elegante volumen titulado La cosecha de otoño. Corre el año 1920. El poeta es ya un hombre que ha vivido la edad viril y que se aproxima a la ancianidad. Muchos de sus discípulos son hombres, y entre los que siguen ahora sus clases en el Instituto Pedagógico hay quienes procuran, como poetas y escritores, seguir sus pasos. La acogida tributada al libro es clamorosa, como puede verse no sólo en los diarios de esos días sino también en el discurso, publicado en He dicho (1926), con que el viejo maestro responde el agasajo que le han dedicado algunos de sus innumerables amigos y admiradores.
El programa que se traza el poeta en el "Introito" ha sido escrupulosamente cumplido: "tal vez no todo es trigo", exclama el severisimo critico de si mismo, que ha escrito esas lineas imperecederas; y el comentador de hoy, el lector admirado de lo que es ya la posteridad del poeta, puede agregar que también hay flores en esas gavillas, y que esas flores son perfumadas, tienen lindos colores y bastan para tejer una preciosa guirnalda sobre las sienes del poeta.
La fusión de una métrica perfecta, de una dicción correctísima, de un atildamiento elegante de formas, que linda a veces con el parnasianismo, al fuego juvenil del amor y de la emoción, no atemperado por los afios, hace de la poesia de Vicuña Cifuentes algo excepcional en Chile. A la tosquedad y a la rudeza corrientes ha suplantado este pulcro poeta una forma en la cual reviven las mejores lecciones. de los clásicos.
Como poesía descriptiva, las estancias de "La noche verde" aciertan en la dificil empresa de narrar con elegante gracia los misterios de la vida crapulosa. Luego el poeta nos dice su "Mimosita", perfecta miniatura de un amor desdichado, y en su "Noche de vigilia" nos conduce de la mano, cual nuevo Virgilio, por el infierno de sus remembranzas. ¿Y que decir de "El asno", soneto admirable y admirable retrato moral de un bruto para el cual el amor universal del poeta recuerda "la presi6n inefable del dulce Nazareno" que redime todas las congojas de tan feo y miserable ser?
Años más tarde el autor hizo un breve viaje por España,. editó alli de nuevo La cosecha de otoño y entró en la amistad de eruditos y de literatos que le conocian ya, desde mucho antes, por sus excelentes trabajos de folklore. En la nueva edición de ese libro anunció una Historia de la cultura chilena para la cual se venia preparando ampliamente y que ha quedado inédita entre los papeles que dejó al morir.
En los años últimos de su existencia, el señor Vicuña Cifuentes obtuvo la jubilación de la catédra que servia en el Instituto Pedagógico y se recluyó a su casa con ánimo de dar cima a diversos trabajos de orden literario. La salud desgraciadamente no le acompañaba con la fidelidad deseable, y todos los años el viejo maestro se quejaba ante sus amigos del tormento que sobre el infligian los fríos inviernos y los calurosos veranos. Hasta su hogar de la calle Mosqueto, sombreada por árboles siempre verdes, llegaban de tarde en tarde los discípulos de ayer y de anteayer a comunicarle sus proyectos y a pedirle que reanudara la jornada. Era ya tal vez inoportuno. Las fuerzas lo abandonaban. Un día la comisión de la Biblioteca de Escritores de Chile le encargo que recopilara una antología de los poetas chilenos del siglo XIX, y el maestro se puso al trabajo. La muerte le venció cuando había comenzado a ordenar los originales de ese libro.
Murió en Santiago el día 16 de octubre de 1936.
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Esta antología obedece a un designio de justicia histórica. La obra del senior Vicuña Cifuentes no ha sido debidamente apreciada por los chilenos de este tiempo, y por lo mismo conviene señalarla a propios y extraños. Glorias de pacotilla y prestigios de relumbraban sumergido en una discreta penumbra. para ordenarla. Los puristas admiración crecían del discurso; los pensadores,la meditación melancólica del poeta, y ante las notas de arte puro no pasaron indiferentes ni unos ni otros. Tal vez no haya llegado el momento de intentar una evaluación completa de la obra del maestro, harto más compleja que lo común en la literatura chilena; pero esta antología pretende ayudar a que se haga cuanto antes esa evaluación que a todos interesa. Y su recopilador no querrá otro premio que haberla apresurado.
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